Acoplamientos contra natura

De las tan extrañas, y tan hermosas, escenas que Javier Riera fotografía por el campo.

Óscar Alonso Molina

Sí, la inspiración hace el paisaje. Comprendo que un espíritu aplicado a tomar notas no pueda abandonarse a los prodigiosos ensueños contenidos en los espectáculos de la naturaleza presente; ¿pero por qué la imaginación huye del estudio del paisajista?

CHARLES BAUDELAIRE

Creo que se piensa en los desastres naturales de manera errónea. […] A mí me gustan los desastres naturales y pienso que pueden ser la forma más elevada posible de sentir el arte. […] Las formas más excelentes se crean en los desastres más impredecibles. Son escasos y deberíamos estar agradecidos por su existencia.”

WALTER DE MARÍA

En 2008 Javier Riera llevaba a cabo algo así como la puesta de largo, por todo lo alto, además, de una dimensión de su trabajo prácticamente desconocida para todos, cuando en las salas del Espacio Uno del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, enmarcado en lo que entonces se conocía como el ciclo Producciones, presentaba una serie inédita de fotografías, todas con tamaño de 70 x 70 cm., resultado de distintas intervenciones paisajísticas a partir de proyecciones de luz –formas geométricas– con dilatados tiempos de exposición. Resultó una sorpresa, pues hasta esa fecha se le conocía fundamentalmente como pintor, y pintor-pintor, incluso, pero al cabo la coherencia interna de la nueva deriva con respecto a la evolución de su trayectoria, así como el fascinante resultado visual, hicieron convincente y plausible de forma casi unánime el resultado de esta arriesgada apuesta suya, en la que ha continuado inmerso desde entonces. Viene esta exposición en el espacio de Ana Serratosa, pues, a dar cuenta del desarrollo reciente de su obra, cubriendo así cierta laguna con respecto a lo que el público valenciano ha podido contemplar directamente del artista en sus anteriores exposiciones aquí, en esta misma galería, los años 2004 y 2007.

Si por un lado el salto es notable, por otro hay toda una serie de hilvanes que enlazan lo de antes con lo de ahora de manera clara y fuerte. Así ha sido siempre en el desarrollo de este artista. Recuerdo cómo Fernando Castro Flórez, al hilo de su obra anterior, explicaba hace ahora exactamente cinco años, que “esas formas que nos seducen hasta la hipnosis hacen pensar en elementos vegetales, en plantas subacuáticas o en corales, en una materialización de aquel bucear para encontrar la revelación.” Riera no tardaría mucho en dar forma más nítida a esa experiencia alusiva, poblando sus cuadros inmediatamente posteriores de figuras ya reconocibles por completo: estrellas de hielo o nieve, alas y plumas, tejidos vegetales donde trama y urdimbre vibraban sobre fondos negros, reflejos sobre las superficies de espejos o planos acuáticos, escenas someramente astrales junto a la mirada bajo el microscopio de los cristales de vitaminas, los minerales… El mundo natural se convirtió para Riera entonces en un campo de fascinaciones absoluto, como por lo demás cabía prever de otra etapa anterior, más lejana todavía, a finales de los noventa, en la que primaba el fluido de la materia pictórica, desembocando a cada ocasión en una suerte de abstracción paisajística, de raigambre romántica, atravesada por fuerzas inmanejables que nos llevaban al límite de una categoría como la de lo sublime.

En definitiva, lo que quería contaros de manera retrospectiva, que resulta si cabe más convincente, es que las obsesiones de los artistas, las auténticas y severas fijaciones de su mente o su mirada, suelen ser pocas y constantes, como es el caso de Javier. En alguna ocasión, al respecto le he oído decir: “Digamos que mi fidelidad es más a una búsqueda personal que a los aspectos formales de mi trabajo. La palabra evolución tiene cierta connotación caprichosa que no me satisface, la relaciono mucho con Picasso, una artista que parecía poder elegir su próximo paso. En la naturaleza las cosas suceden de otra manera, la oruga se convierte y mariposa y no lo llamamos evolución porque sabemos que no tiene otra posibilidad, la palabra adecuada es proceso, se inscribe en la dinámica del nacimiento y la muerte, sucesos inevitables e incontrolados por quien los atraviesa.”

Creo que lo que ha ocurrido en su caso es que dos estratos que se han ido expresando de manera distinta y un tanto indiferenciada en su trabajo, la forma geométrica y la naturaleza, han encontrado de pronto una nueva formalización, hasta diría que un acomodo más completo, al desglosarse para darse de nuevo al unísono, como ocurre en estas fotografías y secuencias suyas recientes. Andrés Barba lo detectaba con acuidad al final del texto que escribió con motivo de la exposición en el Reina Sofía que os he comentado arriba, pareciéndome a mí la fórmula más bella que he encontrado en su fortuna crítica para explicar todo este proceso: “La intervención del paisaje parece aquí tan natural como la naturaleza misma en su acontecer habitual. Proust dio una definición del amor prodigiosa, que muy bien puede aplicarse a la luz de estas fotografías: vivir un tiempo idéntico. Las luces de estas imágenes, la intervenida y la natural, viven en un tiempo idéntico, no se conjugan, no se solapan, sino que acontecen a la vez. El resultado es una imagen en la que nada trascurre sino la luz revelada en el paisaje.”

Frente a las intervenciones clásicas del Land art y los Earthworks, con sus derivas más o menos conceptuales, las de nuestro protagonista alcanzan un aire casi de delgadez extrema, infralevedad –inframince– que exige la lógica de la fotografía para dejar testimonio de su paso por el territorio. El propio artista reconoce cómo su acción viene a dar cuerpo, o más bien sólo imagen, a una revelación interna. Estamos, por lo tanto, cerca de la función estética clásica de la aletheia (con su arriesgada etimología a lethos: “sin velo”, “sin latencia”): desvelamiento, desocultación que nos hace conocer la esencia de las cosas frente a la opinión común. La verdad de estos paisajes es que algo que estaba en su interior, saliendo a la luz por medio de la luz, se manifiesta como realidad visual, escópica, más que tangible: “Mis intervenciones son efímeras y no dejan huella sobre el paisaje, ocurren y desaparecen. Siento como si hubiera algo latente en los espacios en que trabajo que de alguna manera se ve representado o se realiza a través de mi trabajo.” El acomodo entre las geometrías previstas (pues el artista las lleva prefiguradas en su deambular por el campo a la búsqueda de vistas concretas donde proyectarlas) y los escenarios sobre los que se vuelcan, no sería tanto un encaje, el intento de meter algo dentro otra cosa, cuanto el esfuerzo de sacar de allí lo que se quiere manifestar y queda oculto por a la mirada convencional, cotidiana, por la costumbre.

Quizá por eso sorprende tanto que sean las formas más rígidas y precisas las que desencadenen este proceso analizador tras el cual lo dicho será siempre otra cosa, un desplazamiento del sentido, una alegoría (allos agoreim: “un decir, arengar otro”): “Me impresiona la capacidad que tiene la geometría para describir los pulsos profundos de la naturaleza, y a la vez para convertirse en símbolo, en llave. El diseño, el origen energético de lo material son geométricos. Lo espiritual puede describirse y sanarse desde la geometría.” Esos escenarios campestres, que tradicionalmente han servido al arte y a los artistas para la recreación de los más variados aspectos del pintoresquismo y de lo sublime, son ya para Riera el raro laboratorio de sus acoplamientos, en principio contra natura, donde fuerza a discurrir en paralelo dos planos del sentido que, si como podéis comprobar por vosotros mismos, no son finalmente incompatibles, dando frutos viables, sí al menos parecen bastante ajenos a priori.

Puede que todo esto no sea sino un desastre natural: algo que está en la naturaleza y que responde de manera milimétrica a un equilibrio matemático o geométrico de fuerzas, tectónica, presiones, corrientes… Si os he de decir la verdad, en medio de tanta armonía y belleza, frente a las fotografías de Javier me queda siempre un regusto así, como si todo fuera a saltar por los aires precisamente porque se han revelado las energías fantásticas que anidan en el interior de las formas naturales. Al convertirla él en figuras, del tipo dodecaedros, espirales, prismas complejos, etcétera, estas formas se perciben a un mismo tiempo como latentes y en tensión, ¿no os parece? Pasa lo mismo en las radiografías, sin ir más lejos, cuando en una misma imagen el cuerpo se revela por dentro pero no sólo ahí, pues en el registro quedan suficientes indicios de la forma externa, de la visión común del soma; es entonces precisamente cuando los huesos nos recuerdan que se rompen y astillan, cuando las glándulas se infectan, hinchándose y opacándose a la radiación, cuando las funciones y los órganos se complican en sus relaciones… De hecho, se demuestra de forma palmaria la disfunciones que provoca esta invasión en la intimidad de lo que se resiste a ser mirado –que no comprendido–, con las estadísticas de cuántas veces al hacer una placa se encuentra allí dentro el mal que se sospechaba y se ha ido a buscar.

No sé si por todo esto podríamos deducir algún mensaje ecologista en el trabajo de Riera, una advertencia, una alarma de esas tan presentes en nuestra relación actual con el medio natural. Más bien me inclino a pensar en una imposición por su parte que obliga a la tierra y sus energías a explicarse con formulaciones distintas de las habituales y no poco artificio. De todos vosotros es ya sabido que la modernidad ha sostenido tradicionalmente una concepción de la naturaleza en oposición a la cultura, teniendo ésta la perentoria obligación de someter sus fuerzas caóticas e irracionales por medio de la técnica, convertida ya en segunda naturaleza. Bien, pues justo en el origen de la modernidad estética, uno de sus más atentos observadores, Baudelaire, claro, se tomó unos minutos para reflexionar sobre ese viejo género del paisaje con motivo de su crítica al Salón de 1859, descubriendo que un paisaje no es sino una construcción cultural o, como os acabo de decir, puro artificio; os dejo aquí con lo que dijo y que tanto cuadra al trabajo de Javier Riera, a pesar de la larga distancia que los separa, aprovechando para despedirme: “Si ese conjunto de árboles, de montañas, de aguas y de casas, que llamamos un paisaje, es bello, no es por sí mismo, sino por mí, por mi gracia propia, por la idea o el sentimiento que le dedico. […] Es seguro que todo ese orden y toda esa armonía no dejan de conservar la calidad inspiradora que ha sido providencialmente depositada; pero, en tal caso, a falta de una inteligencia a la que poder inspirar, sería como si esa cualidad no existiese.” Es así; y que así sea.

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